III. Martes, 18 de febrero

Hoy ha sido uno de esos días que, en vez de llenarme de cosas, me he ido vaciando progresivamente. Hasta que llegué a la colonia. Fue doblar la esquina y ver asomar bajo un coche la cara de Rosi, la hembra tricolor más activa. Sus maullidos de alegría enseguida congregaron a la mayoría. Junior, un hermoso gato azul de mirada cristalina precedía a los Rodolfos, el trío de hermanos negros únicamente distinguibles por el tamaño de sus panzas. Detrás, y cerrando la comitiva estaba Mino, quien se aproximaba con su paso envejecido ante la atenta mirada de Briguitte, una persa que tiene un lunar junto al bigote. Mientras repartía bandejas con pienso, comida húmeda y agua, hice balance del estado del grupo. La cola despellejada del Rodolfo «mediano» parecía estar mejor, pero el «pequeño» parecía estar más delgado. A él le ofrecí más lata, pero el Rodolfo «grande» enseguida lo apartó. Es difícil controlar lo que come cada uno porque, por lo general, necesitan que los humanos nos apartemos para hacerlo con tranquilidad. Incluso conmigo, que me conocen desde hace un par de años.

Hace un par de años que llegué a este pueblo, cansada de tanta ciudad, Pese a ser un lugar bastante grande, el movimiento cotidiano es más leno que el caos metropolitano, ya que este es un lugar esencialmente de segundas residencias y solo se llena en verano. El resto del año, una se despierta con el piar de los pájaros y se acuesta con los ladridos del perro del vecino. Otro mundo. La cruz, sin embargo, es que el número de gatos callejeros es muy elevado y las colonias se extienden cada dos manzanas. La mía, está a tres calles. Haré lo posible porque sus «habitantes» estén lo mejor posible.

Hoy, cenaré lentejas.

No sé si me gustaría vivir en un pueblo. Sé que, cada vez que voy, me siento en paz; pero quizás es porque lo asocio con las vacaciones, el buen tiempo y el estar con la familia y amigos que solo vez una vez al año. Vivir todo el año en un sitio tan pequeño… No sé yo. Leyendo el diario de esta chica me vienen recuerdos de los veranos en el pueblo y, en muchos de esos recuerdos, como si fuese Hitchock en sus películas, se me empiezan a colar gatos. Uno que cruzaba la carretera mientras nos dirigíamos a la playa. Otro par tumbados junto al camposanto de la iglesia, tomando el sol a mediodía. Y alguno huyendo de los cubos de basura cuando nos acercábamos a tirarla. Es curioso cómo funciona la mente. Aquello que me parecía natural, ahora me hace pensar en si aquellos animales tenían casa, si alguna persona los alimentaba: si alguien los cuidaba.

Me han entrado ganas de comer lentejas.