Briguitte ya es oficialmente Briguitte. Así lo dice su registro en el ayuntamiento y su cartilla veterinaria. Está revisada, chipada, vacunada, desparasitada y… muy atemorizada. De hecho, en los primeros días casi no salía del baño. Ha habido un momento en que me he cuestionado si había hecho bien en traérmela a casa. Llamé a Alba y me explicó el riesgo de intentar introducir en una casa a un gato feral. Los gatos que se crían en la calle, deambulan entre uno y tres kilómetros a la redonda. Es así como satisfacen su instinto de caza, su curiosidad innata y también cómo procuran alimento si no hay nadie que les dé de comer en un punto concreto. Aquellos que están sin esterilizar, también buscan a las hembras en celo. Por eso, introducirlos en pequeños pisos puede resultarles algo traumático, hasta el punto de tener que devolverlos a la calle si no se adaptan. Eso es ser feral. “Dale un tiempo”, me dijo Alba. Casi llorando, llamé a Pablo y su respuesta fue similar, solo que él me alentó a tener paciencia y a hacer pequeños cambios en casa. Por eso, hoy me he traído de la ciudad varios rascadores, un par de camas y tres o cuatro juguetes para estimularla. Ha bastado que le enseñase un plumero para que me siguiese fuera del baño. Ahora, mientras escribo tumbada encima de la cama, noto cómo su mirada se me clava desde las jambas de la puerta. Pablo dice que, pronto, seguro que se sube a mi regazo.
¡Ah, por cierto! Hace dos días fue mi cumpleaños así que hoy me canto: “Feliz no-cumpleaños, feliz no-cumpleaños, a mí, a mí”.
No sé por qué, pero me imagino a esta chica saltando y bailando muy a menudo. Por lo menos cuando se sale con la suya. Yo, que soy arrítmica perdida, prefiero contenerme… Aunque ahora que nadie me ve, voy a poner una de Queen.